Concluimos nuestro repaso a la Americana 2021 con tres filmes absolutamente distintos entre sí, pero que coinciden en su diagnóstico de sociedad, familia, pareja… y no, el enfermo no progresa adecuadamente.

Feel Good Man (Arthur Jones, 2020) es un documental que pulsa a la perfección el estado de la idiocia a nivel interplanetario. La historia tiene un punto de partida abiertamente surrealista: el dibujante Matt Furie ve como uno de sus personajes más queridos (la rana Pepe, olvidable icono desmadrado, pasivo y solipsista) acaba siendo secuestrado por círculos supremacistas próximos al entonces presidenciable Donald Trump.
Difícil de digerir sin una explicación de por medio, lo sé (“¿La rana Pepe? ¿¡Qué demonios!?”) Por lo visto, un meme basado en este hasta entonces desconocido personaje hizo furor en uno de esos foros frecuentados por hikikomoris norteamericanos sobrados de tiempo libre (valga la redundancia) y convencidos de que todo lo importante que les pasa… ocurre fuera de sus propias vidas. Dejando de banda el potencial psicopático de esta legión de usuarios que oscilan entre el emo cenizo y el blanco-hetero-virgen traumatizado por su sino, lo cierto es que en sus manos el batracio en cuestión acaba adquiriendo un sesgo chungo de cojones. Vamos, que se convierte en una especie de mascota para todos los que creen que todo lo que les va mal en sus vidas puede solucionarlo… ¿un millonario prepotente con peluquín? (hace seis años esto nos parecía muy gracioso, ¿eh?).
En definitiva, que el bueno de Matt se embarca en una cruzada para recuperar lo que es suyo, sacando a la palestra los derechos de autor y toda esa monserga jurídica que en contadas ocasiones -como la presente- puede hacer algo parecido a la justicia restitutiva. Por el camino, un repaso a cómo hemos perdido el tiempo en internet en estos últimos 12 años y cómo el sueño de la razón -o la perversión del estado del bienestar en el primer mundo- genera monstruos que lo mismo te construyen muros que te asaltan el Capitolio gritando eslóganes de cuatreros borrachos.
Alexandre Rockwell vuelve a poner delante de las cámaras a sus dos hijos (ya lo había hecho antes en Little Feet (2013)) para escenificar esta sensación de indefensión que vive todo su país, centrándose otra vez en el supuesto entorno seguro por antonomasia: la familia. Sweet Thing, con un blanco y negro entre tenebrista y neorrealista, nos habla de dramas cotidianos que acontecen a puerta cerrada, de madres que un día se fueron, padres que empezaron a darle a la botella y toda una constelación de adultos que parecen encontrar un goce sádico en atentar contra cualquier reminiscencia de inocencia que vislumbran a su alrededor.

La familia en vías de ser adjetivada con el tendencioso “desestructurada”. La historia empieza en unas navidades de Santa Claus alcoholizados y termina junto al mar. Una fuga sin esperanza para tres menores desasistidos que van rebotando de aquí para allá, testigos indefensos de las miserias de progenitores, extraños aparentemente gentiles y depredadores en albornoz aguardando su oportunidad.
La mejor película que he visto en esta edición, The Killing of Two Lovers (Robert Machoian, 2020), hace suyo este pesimismo institucionalizado y lo circunscribe al ámbito mínimo por antonomasia: tú, yo y la inevitable degradación de lo nuestro. Una pareja en crisis, una crisis agudizada por la presencia (al principio anónima, posteriormente amenazadora) de un tercero.
América profunda. David y Nikki “se han dado un tiempo”, inefable eufemismo que precede al “no estamos bien, nunca lo estuvimos”. Durante esta tregua de carantoñas y reproches, Nikki inicia una relación con un compañero de trabajo. El marido, aparentemente cabal y firmante de este alto el fuego con idénticos derechos, comienza a maquinar una venganza que tan solo es un patético intento por escenificar el dolor que desprende su hombría herida.
Pero nada es tan sencillo como parece. Hay unos hijos, hay una comunidad cerrada en la que es imposible ocultar siquiera el estado de ánimo y una vida juntos que ya parecía perfilada, segura, inevitable. ¿Es posible desembarazarse sin más de todo ello? ¿Es un acto de valentía, de irresponsabilidad o de consecuencia absoluta?
En este tenso fin de semana, David se paseará en su ranchera por escenarios de western, alternándose los planos generales con los obtenidos por una cámara incrustada en su ventanilla, testigo de su paroxismo emocional. Un cielo invernal y enturbiado por nubes, a dos tercios. Como si lo que sucede aquí, en la tierra, fuese una anécdota a pie de página en los planes de un redomado sádico empeñado en seguir guardando silencio.
Un pueblo del que no se puede escapar, como ese hogar al que se retorna de madrugada y a escondidas, para contagiar nuestra ansiedad a unos hijos que no entienden de qué va todo esto. Y la adolescente que sabe se ve obligada a callar y sufrir, incapaz de interpretar el papelón asignado por unos padres obcecados en sus diferencias.
Feel Good Man, de alguna manera, era una historia sobre tipos perfectamente prescindibles tratando de encauzar su frustración por la senda de la violencia. Sweet Thing también dejaba patente que llegado el momento, el adulto al mando impone su voluntad mediante el terror. Pues bien, The killing… también se une a esta radiografía de la involución: el pavor al cambio convierte a un padre más o menos abnegado en un asesino en potencia. Enfrentados a problemas mayores, diríase que los estadounidenses reaccionan con arrebato, embistiendo a seres queridos… o a perfectos desconocidos.

Lo más terrible acaba siendo la conclusión de The Killing of Two Lovers. El espectador, convencido desde el mismo título de estar asistiendo a la crónica de una muerte anunciada, termina siguiendo a esa familia reencontrada (pero herida para los restos) en una tarde de compras y renovación de electrodomésticos. ¿Un happy ending impostado? En absoluto: en apenas hora y media hemos asistido, efectivamente, al asesinato de dos seres que se querían, sacrificados en aras de las conveniencias y las seguridades que no logran enmascarar el final de una era juntos.