“Sólo hay dos cosas en el arte: la humanidad o la falta de ella. La simple forma, algún detalle en sí, no crea humanidad. Hoy en día contamos con suficiente arquitectura mala y superficial que es moderna” Alvar Aalto
Los arquitectos que lograron mayor reconocimiento en el siglo XX acostumbran a tener su obra razonablemente repartida por medio mundo, uno de los pocos efectos colaterales beneficiosos de la tan denostada globalización. Lo cuál nos permite también seguir “el rastro” del dinero –quién podía permitirse una sede corporativa con sus firmas, qué familia de qué oligarquía industrial costearse una villa con sus apellidos- desde los albores de la revolución industrial hasta nuestros días.
El caso de Alvar Aalto (1898-1976) es, con todo, excepcional. Profeta absoluto en su tierra, el grueso de su obra se ubica precisamente allí, en Finlandia. Una arquitectura orgánica, sí, integrada con maestría en un entorno privilegiado o sirviendo como nuevo polo de atracción -esa obsesión de la arquitectura urbana por redefinir el “centro”- para ciudades –las finlandesas- que nunca terminan de parecerlo del todo. Aprovecharemos pues la exposición que le dedica el CaixaForum de Barcelona (hasta el próximo 23 de agosto) para redescubrir sus incontables intereses, que abarcaron desde el diseño de sillas –una verdadera obsesión escandinava- a jarrones, lámparas, bibliotecas en regiones que acabarían formando parte de la actual Rusia, sanatorios para tuberculosos, barcos, ampliaciones de fábricas, centros cívicos…
Aalto viajó desde muy joven y, al igual que los impresionistas cincuenta años antes, aprendió a envidiar la luz del Mediterráneo. Quizás sea esa una de las constantes en su obra: captar y tamizar –apenas- la claridad natural, tan infrecuente por sus tierras. Lucernarios haciendo las veces de genuinos claros en el bosque, techos ondulados y fachadas con aperturas meticulosamente estudiadas. Balcones panorámicos, marquesinas-refugio suspendidas en el vacío, casas de alturas escalonadas que parecen reseguir la orografía del terreno, coronando simbólicamente colinas o jardines rodeados de piscinas con voluntad lacustre.
Abrió su primer despacho de arquitectura con 25 añitos, tras el periplo europeo de rigor (Grecia, Suiza, Italia, Alemania…). En Turku (antigua capital del área finlandesa bajo el dominio de la corona sueca) trabaja codo con codo con su mujer, también arquitecta, hasta que se mudan a Helsinki. En 1935 funda la fábrica de muebles Artek: arte y técnica fusionados en un nombre que sigue hoy en día pariendo diseños originales con mimo artesano. Y con una máxima que también perdura: fabricar mobiliario moderno. Sin más.
Entre sus obras más destacadas: el edificio del periódico Turun Sanomat (1928-1930), el pabellón finlandés de la exposición universal de Nueva York (1939) o sus actuaciones en barrios de la revivida Berlín (Hansaviertel, 1955-1957). A Aalto le acompañó el reconocimiento desde muy pronto: con menos de 40 años el MoMA organiza una exposición de su obra, que incluía ya un número importante de iglesias (toda una cuestión de identidad nacional para una Finlandia que, con apenas una década de existencia cuando Aalto empieza a trabajar, necesitaba marcar distancias respecto a la Unión Soviética también en el terreno espiritual).
La Segunda Guerra Mundial pudo capearla en el extranjero, recaudando apoyos para un país que tuvo que volver a vérselas con su poderoso vecino al comienzo (Guerra de Invierno (1939-1940)) y al final de dicha conflagración (la Guerra de Laponia (1944-1945)). Sus proyectos de postguerra se centraron en la reconstrucción de algunas de los núcleos poblacionales más seriamente dañados. El ayuntamiento de Saynätsälo, los centros urbanos de Jyväskylä (¡que atesora hasta 17 obras con su firma!), Seinäjoki, Rovaniemi… sencillez no exenta de majestuosidad (en ladrillo rojo), auténticas redefiniciones del núcleo del poder, del conocimiento o del ocio.
De sus fulgurantes viajes por nuestro país (un par de visitas-relámpago que lo llevaron a Barcelona, Madrid, Palma de Mallorca o Granada) se recuerda su influencia decisiva en los arquitectos (jóvenes y consagrados) que acabarían conformando el denominado Grupo R. Sus colegas más “oficialistas” y adictos al régimen se emperraron en llevarlo al monasterio de El Escorial, una excursión que él retrasó todo lo posible, echándole apenas un vistazo al espléndido edificio desde el exterior (no quería “contagiarse de su monumentalidad”). También hubo toros… pero eso ya fue a petición propia.
El funcionalismo más corbusieriano, pero también lo orgánico y aquello que dio en llamarse minimalista. Aalto aboga por una construcción que se integre con el entorno, por un edificio que coexista con los alrededores sin renunciar a su funcionalidad. Si nos ponemos psicologistas, podemos aventurar de dónde le vino este interés: su propio padre –inspector de bosques- realizó proyectos medioambientales. Las nuevas necesidades no podían tampoco dejar de banda los numerosos avances tecnológicos… y todo ello sin abandonar la dichosa “escala humana”. ¿Contradictorio? En absoluto, a Aalto le bastó con subscribir la máxima del filósofo Ludwing Wittgenstein: “el significado radica en el uso”.
De cultivar el romanticismo nacionalista de los primeros años (con incursiones en el neogótico incluidas) a convertirse en adalid del Movimiento Moderno, con paradas en el racionalismo y el organicismo (¿hasta qué punto influido por su estancia en Norteamérica y el encuentro con Frank Lloyd Wright?). Las ansias de Aalto son renacentistas: volver a convertir al hombre en la medida de todas las cosas. Su arquitectura se basa en este empeño, y para ello utiliza una gran diversidad de materiales, tratando siempre de “conciliar el progreso tecnológico con el compromiso social” (1). Un hombre que deberá de habitar espacios confortables, se trabaje a gran escala (óperas, auditorios) o en viviendas colectivas. En palabras de Aitor Goitia, se trataba de “dignificar las relaciones personales de sus usuarios sin descuidar las necesidades funcionales, satisfechas con una lógica refinada” (2)
Y por si existiese alguna duda sobre su “modernidad” (más allá de lo desabrido de la etiqueta), el hecho incuestionable es que sus diseños siguen vendiéndose en la actualidad. Un taburete con tres patas… ¿os parece la cosa más simple y a la vez práctica del mundo? Pues lo parió hace 80 años, aunque se nos continúe antojando contemporáneo. Porque la “nueva” forma se podía y se debía desarrollar para cumplir funciones concretas. Y así sigue siendo.
(1): “…Ismos. Para entender la arquitectura”, de Jeremy Melvin. Pág. 106
(2): “Casas con arte 3. Villa Mairea”. Pág. 30.