En el Asian Film Festival Barcelona de esta edición anómala se han podido ver tres películas niponas que ahondan en las heridas (sociales, psicológicas y cuasi metafísicas) del país nipón. Tres muestras de jóvenes en fuga, ya sea de sí mismos, de enemigos imaginarios, del Estado paternalista o de la propia familia.
Demolition Girl (Genta Matsugami, 2019) derriba mitos sobre la excelencia del sistema educativo japonés. Un sistema educativo fuente de depresiones y complejos consecuencia directa del peor estigma comunitario que puede haber: el no adaptarse.
Ya sabíamos que el instituto era la prueba de fuego y que superado este escollo los estudios superiores son -siempre comparativamente- un paseo. Pero lo que no conocíamos es que esta educación -sin hablar siquiera de una escuela privada- tiene un coste lo suficientemente elevado como para que una familia en regresión deba de plantearse si la benjamina de la casa puede o no completar su formación.
La familia, digámoslo ya, convierte en modélica a la banda consanguínea y criminal de Parásitos (Bong Joon-ho, 2019). Tras la muerte de la madre, el patriarca se ha dedicado a vivir de ayudas (alegando unos dolores de espalda inexistentes) y el hermano siestea ocioso viendo la televisión y rememorando un pasado en el que apuntaba maneras como cómico.
Cocoa quiere seguir aprendiendo, pero el destino parece confabularse en su contra. El padre se jugó hace tiempo el dinero dejado por su madre para completar su educación y el préstamo estudiantil al que aspiraba se le deniega al descubrirla sus tutores protagonizando videos para forofos de la dominación y la perversión sexual made in Japan. Aunque su rol en los mismos sea totalmente ingenuo…
Perseverancia y mugre, una combinación infalible en este cuento extrañamente optimista sobre la independencia de la familia cómo única forma de autorrealización femenina en este Japón practicante de la doble moral.
Videophobia (Miyazaki Daisuke, 2019), por su parte, tiene algo de película escindida al estilo Lynch; de locura incipiente que modifica comportamientos y, a la postre, termina por cambiar por completo incluso el aspecto físico de la protagonista.
Vuelve a haber una familia, en esta ocasión de origen coreano y compuesta exclusivamente por mujeres y en la que todas parecen ir a la suya: las hermanas pequeñas se dedican a descubrir barrios de Tokyo y vacilar un poco en Instagram, la futbolera está abducida por la Copa del Mundo y la antiheroína -que nuevamente es el único elemento productivo- parece coquetear con la industria del entretenimiento para adultos (como usuaria y como trabajadora, con constantes invitaciones a tener un papel más “activo” en el negocio).
Toda esta cotidianeidad insufrible cambia para siempre la noche en que conoce a un chico. Una noche intensa que verá reproducida (o eso cree ella) en su página porno favorita. Pero… ¿es ella realmente? ¿Quién y cómo grabó su encuentro sexual? ¿Dónde está ahora su misteriosa y efímera pareja?
El tema, lógicamente, empieza a obsesionarla hasta el punto de acudir a la policía. Su sentimiento de aislamiento, de soledad e indefensión va en aumento. Y es en ese punto -en el que el temor deviene paranoia- en donde el filme se quiebra, permitiéndole a la protagonista vivir en un futuro ideal en el tiene la apariencia física “adecuada” y ninguna meta parece inalcanzable.
Nuevamente, un amargo cuadro generacional y el recurso a la fábula para aliviar realidades insoportables.
Revolution Launderette (Mark Chua & Li Shuen, 2019) concluye este tríptico con otra huida o, más exactamente, con un periodo de gracia. El que tirando de herencia se conceden dos jóvenes tokiotas que utilizarán el dinero para comprar una de las cosas más valiosas en las sociedades desarrolladas: tiempo.
El qué hacer con ese tiempo ya es harina de otro costal. Vagar por las calles, buscarse aventuras donde no las hay, tratar de encontrar significados ocultos en un álbum de recortes de crónicas deportivas. La imaginación como alegato contra la molicie y la incorporación forzosa a un sistema deshumanizador.
No, atendiendo a las ficciones de la temporada 2019 las perspectivas vitales para la juventud nipona siguen siendo poco halagüeñas. Pero las soluciones aportadas por los creadores de las mismas ya no son de compromiso: hay aroma a ruptura, a rebelión, a conciencia (al margen de la colectividad opresora) de desnorte y pérdida.
Ese periodo de desmotivación y crisis en el que lleva sumida más de un cuarto de siglo una tierra en la que la voz de los mayores ya no es sinónimo de autoridad, sino de colaboracionismo y sumisión a perpetuidad.