Por mucho que apueste por un acercamiento humilde y que presuma de no saber casi nada sobre los problemas de África, el documentalista de los Países Bajos Joris Postema ya había pisado el continente y se había imbuido de la problemática de una región limítrofe con esta a la que ahora vuelve. Aquello fue como muy tarde en el año 2012, fecha de la realización de FC Rwanda, una investigación sobre el terreno de las secuelas que el genocidio dejó en la población local.

Stop Filmin Us, rodada el año anterior al estallido de la pandemia, nos lleva hasta Goma, la capital de la provincia de Kivu del Norte. No es una ciudad especialmente populosa (a excepción de Kinsasa, este vastísimo país no es pródigo en abigarradas megaurbes), pero nos va a servir para tomarle el pulso a una nación a caballo entre el miedo al virus más mortífero conocido (el ébola, presente que se sepa desde mediados de los setenta y todavía sin nada parecido a una vacuna) y la guerra de baja intensidad -pero constante- que azota el país.
Ese es casi todo el conocimiento que tenemos en Occidente de… si, era la República Popular del Congo. Enfermedad y señores de la guerra que reclutan a niños sin que eso les suscite excesivos dilemas éticos. Joris se pregunta… ¿pero y qué hay de ellos? ¿Qué piensan, cómo se sienten? ¿Cómo les gustaría ser retratados, a qué realidad se sienten más cercanos?
En Goma no hay rastro de ningún conflicto armado. Hay escena cultural, hay seres humanos malviviendo, tráfico infernal… y ONGs, por supuesto. Hasta 250 tienen presencia en el país (resulta prohibitivo alquilar un coche, hasta tal punto acaparan el mercado con sus rancheras logotipadas), despertando en el congoleño medianamente lúcido una continua sensación de tutelaje internacional, de miseria subvencionada y nunca disminuida. De gran negocio en torno al miserabilismo.
Porque hasta cuando se contrata a fotógrafos de la zona para ilustrar la situación de los refugiados… ya saben el tipo de instantánea que se les está reclamando. La pornografía emocional exige madres rodeadas de multitud de menores -suyos o no-, miradas perdidas, contraluces dramáticos. Lo saben y le dan al cliente exactamente lo que pide, aunque ello conlleve perpetuar el estereotipo.

Joris se mueve sin miedo por la ciudad con un equipo de filmación muy limitado: el sonidista y el traductor. Ambos, como la población a la que retratan, tienen sus suspicacias sobre lo que el blanco indagador viene buscando: ¿otro reportaje para remachar la mala imagen del país? ¿Para qué dejarse retratar si no sabemos el uso que se acabará haciendo de esas imágenes robadas? ¿Es posible seguir presumiendo de ingenuidad cuando el montaje final siempre acaba estando en manos de un extranjero?
Así que en un momento dado de la filmación callejera, Postema llega a una solución de compromiso. No, esta no puede ser otra película que enfatice lo malo: la tradición finisecular, la falta de expectativas, el evidente control militar. En ese rincón del mundo, la juventud se divierte igual que en cualquier metrópoli europea: se visten a la moda, van a conciertos, exposiciones, a cualquier cosa que suene a evento y que les permita luego el postureo en sus redes sociales favoritas. Y están hartos de ser los retratados. Como proclama el mismo título del filme, quieren dejar de ser materia de filmación y ser ellos los que empuñan la cámara.
En sucesivas conversaciones con ciudadanos de a pie y con su propio equipo, Joris entiende que no es bienvenido. Y no tiene nada que ver con la proverbial hospitalidad de los congoleños ni con que él sea o no un mal tipo. Tiene que ver con que ha obtenido el dinero para efectuar la película, ha podido desplazarse hasta allí y, de alguna manera, ha anulado la posibilidad de que otro africano hable de África.

Obtener una ayuda económica sigue siendo allí sinónimo de caridad neocolonial. Hay que acudir a alguna institución vinculada a antiguas potencias ocupantes (las que explotaron sus tierras y se encargaron de finiquitar sus costumbres: desde la Bélgica desatada de Leopoldo hasta ese Institut Français que hace buen uso del proselitismo lingüístico), peregrinar entre fortines de hormigón armado coronados por alambradas, pedir que le habiliten a uno los medios. Y no para contar desgracias ni historias “socialmente responsables”, amoldadas al sentimiento de conmiseración que surge cuando se habitan casitas pareadas al norte de Gibraltar y se hojea con desgana la National Geographic del mes. Los congoleños quieren hablar de normalidad, de esperanza sin moralina, de esfuerzo sin patrocinador.
Joris Postema se encuentra con costumbres bárbaras, con arrebatos violentos, con buscavidas a perpetuidad. Y también con una joven generación que quieren romper con los remanentes de antaño, dejar de cargar con mochilas heredadas. Esos son los que le piden que se vaya, que muestre su filme a sus compatriotas y que trate de entender de una vez que todos y cada uno de los artificios del lenguaje cinematográfico esconden una cuestión moral.