Hasta el 20 de mayo de este 2018 puede verse en la Fundación Joan Miró de Barcelona la exposición temporal Ito Shinsui. Tradición y modernidad, celebración de la figura de uno de los principales cultivadores de una corriente pictórica conocida con el nombre de shin hanga.
¿En qué consistió esta reivindicación del grabado en madera y de su proceso colaborativo? Si tenéis presentes los trabajos de Hokusai (la dichosa ola, sí), Hiroshige o Utamaro, sabréis que para su elaboración se necesitaba del concurso de un montón de profesionales. Grabador, estampador y editor eran los encargados de convertir el diseño original del artista en una obra susceptible de satisfacer –vía tirada más o menos limitada- las ansias esteticistas del primer proyecto de clase media habido en tierras niponas. Es lo que se conoció por ukiyo-e: grabados resultantes de la inmortalización a golpe de cincel de las “imágenes de un mundo flotante” que quizás no fuese otra cosa que la idealización del mayor periodo de paz que había vivido el país. Había tiempo para mitificar el ocio, los barrios rojos, los rincones más reconocidos, las geishas más estilosas, los templos más resultones (con o sin el monte Fuji al fondo).
El caso es que el ukiyo-e dejó prácticamente de ser cultivado tras la inmersión (más bien forzosa) del aislado y orgulloso reino de Wa (nombre con el que se conocía al Japón en las primigenias crónicas chinas) en la beligerante y competitiva realidad geopolítica de su tiempo. En el último tercio del siglo XIX la técnica agonizaba, corriendo el peligro de ser olvidada definitivamente. ¿Cómo competir con la fotografía y las litografías de importación?
Aquí es donde irrumpirían en nuestra historia Ito Shinsui (1898-1972) y compañía, dispuestos todos a reivindicar el estilo pictórico que, curiosamente, más influencia había tenido un par de generaciones antes entre sus colegas europeos. Este tokiota mamó la profesión desde bien joven, entrando a trabajar como aprendiz en una imprenta a consecuencia de los reveses financieros sufridos por su familia (incluso tuvo que dejar la escuela).
Reconocida su excelencia desde los 14 años, quedó bajo la esfera de influencia del poderoso Shozaburo Watanabe, un empresario precoz (empezó vendiendo grabados a extranjeros en una tienda de Yokohama a los once años) emparentado a su vez con la hija de un grabador en madera que se dedicó a conformar un dream team de profesionales alrededor de este “renacimiento” del ukiyo-e. No fue profeta en su tierra: los resultados de este revival tuvieron mayor fortuna en el extranjero que en el propio Japón, aunque nunca le faltase rigor a sus productos: el shin hanga surgió de cierto hastío resultante de imprimir una y otra vez las escenas más demandadas, utilizando los moldes de madera supervivientes. ¿Por qué no renovar la mirada, idear otro “mundo flotante” con los mismos atractivos que habían asegurado su popularidad?
No le sobraron reconocimientos en vida a su tutelado Ito Shinsui, incluyendo en 1952 el título de Preservador de las Propiedades Culturales Inmateriales (el equivalente a “leyenda artística” viva). Sobrevivió sin sospechas de colaboracionismo activo (conforme a la clasificación de las autoridades estadounidenses) con el militarismo que desembocaría en la Segunda Guerra Mundial, siendo destinado al frente del océano Pacífico con la misión de elaborar afiches propagandísticos.
Su especialidad fueron los retratos femeninos: en kimono, bajo los veraniegos fuegos artificiales o la luz de la luna, abanicándose lánguidamente o protegiéndose del sol con parasoles multicolores. Retocándose el elaborado peinado o sorprendida en mitad del aseo matutino; la mujer como icónico receptorio de “lo japonés”, estática y extática sobre fondo neutro. ¿Sublimación estética o perpetuación del tópico para un ávido mercado internacional?
Y es que el shin hanga –que podríamos traducir como “impresiones nuevas”- puede parecer al principio el entrecruzamiento bastardo entre lo mejor del Japón de la época Edo (1600-1868) y el que emergió –occidentalizado y con crisis de identidad- tras el apabullante “acelerón” de la era Meiji (1868-1912). Un intento de casar lo tradicional con el clasicismo figurativo descubierto hacía apenas medio siglo. El resultado: un compendio de postales del que uno siempre acaba preguntándose si no fueron pergeñadas para consumo de extranjeros amantes de lo exótico.
Al shin hanga (más japonés, más nacionalista) se le contrapuso el sosaku hanga (“impresiones creativas”), influenciado sin rubor ni culpa por los estilos y técnicas occidentales y con un enfoque mucho más individualista de la obra (renuncia expresa a la formación de “equipo”: la responsabilidad de la impresión es del diseñador de la escena original, sin posibilidad de delegar en artesanos para la materialización de la misma) (1).
La temática del shin hanga cubre el paisajismo (el fūkeiga, que no se circunscribe a la geografía del propio Japón: lugares tan dispares como Venecia, la Acrópolis, el Taj Majal, las cataratas del Niágara o el canadiense lago Moraine fueron algunos de los nuevos motivos), las bellezas femeninas (bijin-e), los actores de mayor renombre en sus papeles más míticos (yakusha-e) o estudios de la naturaleza (principalmente pájaros y flores, subgénero conocido como kacho-e).
Junto a Ito Shinsui, los principales cultivadores de esta antiquísima técnica (Takahashi Hiroaki, Yoshida Hiroshi, Yoshida Toshi, Kawase Hasui, Tsuchiya Koitsu, Kasamatsu Shiro, Tusruoka Kakunen, Yamada Basuke, Hashiguchi Goyo, Yamamura Toyonari, Ohira Kasen, Hirano Hakuho, Natori Shunsen, Ito Sozan) estuvieron activos entre la segunda década del siglo XX y mediados de los años 60. De la primerísima época pocas muestras sobrevivieron tras verse afectado por uno de los incendios que sucedieron al devastador terremoto de Kanto la tienda del mecenas Watanabe.
Este juego de influencias mutuas oriente-occidente conoció una curiosa vuelta de tuerca final: artistas totalmente ajenos a la tradición nipona (el austriaco Fritz Capelari, o los británicos Charles W. Bartlett y Elizabeth Keith) acabaron colaborando con Watanabe, creando sus propias versiones de lo que ya empezaba a ser una nueva ola de kitsch japonés.
Por último y a manera de coda, recomendaros un libro del flamante premio Nobel de Literatura Kazuo Ishiguro: Un artista del mundo flotante. Era aquél el retrato de un pintor japonés que despertaba tras la pesadilla totalitaria y se veía obligado a hacer examen de conciencia… y no, no salía muy bien parado.
(1): ‘Shin hanga. The New Print Movement of Japan’, de Barry Till. Página 8