“Abandónate enteramente a tus obsesiones. Al fin y al cabo, no tienes nada mejor. Las obsesiones son legado de la infancia. Y es precisamente de los abismos de la infancia de donde provienen los tesoros más valiosos (…) Cuando ruedas una película, debes de estar inmerso en ella las 24 horas del día. De esta manera, todas tus obsesiones, toda tu infancia, se trasladarán a la película sin que seas consciente de ello. Y, así, tu película se convertirá en un triunfo del infantilismo. Y de eso se trata.” Decálogo, de Jan Svankmajer.
El segundo de los prestidigitadores presentes en la exposición Metamorfosis del CCCB de Barcelona es un checo llamado Jan Svankmajer, orondo gentilhombre con sonrisa de monaguillo aficionado a apurar cálices con la sangre de Cristo (y esto es todo un logro, máxime viniendo de un tipo que está a punto de cumplir ochenta años).
El suyo posiblemente sea el más malsano de los universos representados, otra mezcla no apta para todos los públicos de sueños, infancia y edificantes perversiones buñuelescas. Con el pasar de los años Jan ha acabado atesorando una galería de rarezas que podría pasar por heterogéneo gabinete de curiosidades/atrocidades de algún castillo de los Cárpatos o desván de cachivaches atemporales (a veces, incluso aculturales) de algún sujeto que padeciese el síndrome de Diógenes.
Autor de media docena de largometrajes, Svankmajer arranca como realizador –como manufacturero minucioso, más bien- a mediados de los sesenta con el corto El último truco del señor Schwarcewallde y del señor Edgar (1964). Quedaban sentadas las bases de su trabajo durante las siguientes dos décadas (a excepción de un parón de seis años entre 1973 y 1979, tras severo encontronazo con la censura comunista): dinámicas repetitivas, ramalazos cafres, primeros planos de bocas de donde emergen enormes lenguas salivadas que se relamen, rostros que se transforman en esferas de plastilina para ser deformados a placer y objetos que, de repente, cobran vida y revelan sentimientos, ilusiones, ansias inconfesables.
En Juego con piedras (1965) vemos como a las horas en punto un reloj acciona la espita del agua y de ella salen… piedras, como es natural. Y estas danzan y se machacan las unas a las otras al son de una melodía, porque piedra eres y en polvo te convertirás (digo yo). El recipiente acabará rompiéndose y el montoncito deberá de buscarse otras formas de entretenimiento más acordes con su naturaleza. O no.
J.S. Bach: fantasía en sol menor (1965) es un recorrido por fachadas desconchadas y ventanales entreabiertos. Muros que comienzan a mostrar grietas y agujeros que crecen y decrecen al ritmo de la música del gran maestro. Ese mismo año, en Et Cetera (1965), nos presenta tres situaciones palíndromas, tres callejones sin salida que condenan a sus partícipes a bucles sin fin. En ocasiones, su cine nos recuerda a dos payasos anclados al suelo de un circo, atizándose sin remisión en una alargada secuencia en la cuál el humor ha dejado paso a la incomodidad.
Y luego están sus libros. Esos inmensos tochos plagados de diagramas científico-alquimistas perpetrados por naturalistas más o menos ilustrados, sacados de las estanterías del más barroco filme de Peter Greenaway. En Historia Naturae (suite) (1967), los grabados, retratos y explicaciones racionalistas se entremezclan en una sinfonía de lo extraño.
En Picnic con Weissmann (1968) comienza su largo catálogo de objetos en rebelión. En el idílico picnic que nos dibuja –sillas, un gramófono, un tablero de ajedrez, una tumbona- nos falta obviamente alguien… la persona, quién quiera que sea que esté disfrutando de este retiro. Hasta el final no conoceremos la resolución a este acertijo; mientras tanto veremos qué hacen con el tiempo libre las cosas que nos rodean: el recogedor cava fosas, las piezas del ajedrez se eliminan las unas a las otras, las sillas juegan a la pelota, los trajes yacen ociosamente comiendo ciruelas…
Abundando en este tema, en El apartamento (1968) es el propio mobiliario el que se revela contra el inquilino. O más bien el pisito deviene celda, cárcel inédita hasta que uno descubre que está llamado a incluir su nombre en la larga lista de condenados que compartieron cubículo. La materia pierde su impenetrabilidad y las cosas que deberían de romperse fácilmente (un huevo, una bombilla) devienen objetos contundentes.
Su ramalazo gótico encuentra representación en El osario (1970) y El péndulo, el pozo y la esperanza (1983). Una visita guiada –de la cuál sólo escuchamos la voz en off– por un mórbido decorado de tibias, calaveras y pelvis, una de esas criptas repletas de lámparas necrófilas y trocitos de otros convertidos en cuentas de rosarios elefantiásicos. Su homenaje al universo de Poe (El péndulo, el pozo y la esperanza) es un ejercicio de sadismo en primera persona, transformando al espectador en la desafortunada víctima de la Santa Inquisición.
En 1982 rueda dos de sus piezas más celebradas: Posibilidades de diálogo y Al sótano. La primera representa una conversación interminable en la que los dos interlocutores, situados a ambos lados de la mesa, no cesan de fagocitarse y devorarse (literalmente) el uno al otro. Al Sótano es una fantasía lírica alrededor de los miedos infantiles; en este caso, de la aventura que supone para una niña bajar a la despensa comunitaria a por una docena de patatas. Un gato que hace de cancerbero, vecinos que se entierran en carbón y tubérculos sin muchas ganas de cooperar. Una maravilla.
De 1987 data su primer largometraje, la también espléndida Alice. Una de las mejores adaptaciones que ha tenido el libro de Lewis Carroll, sin adulterar ni edulcorar: conejos inquietantes, juegos de escala, reinas crueles, llaves que no terminan de abrir la puerta deseada.
Carne enamorada (1989) narra en apenas un minuto la pasión que viven dos filetes, cómo coyundan en la harina del rebozado y cómo hallan un destino fatal y conjunto. Oscuridad, luz, oscuridad (1989) es una guía para reconstruir un cuerpo humano… moldeado en barro, eso sí. Una habitación, dos puertas, una ventana y una lámpara. Entran en escena dos manos, a las cuales se les irán añadiendo otras partes: ojos, unas orejas-mariposa, la cabeza, el cerebro, los testículos… una especie de “hágase usted a sí mismo” que termina con nuestro “nuevo yo” enclaustrado en la estancia, sin más posibilidades que apagar la luz y esperar un nuevo amanecer.
La fuga imaginativa y sin compromiso aparente no deja de ser una forma de resistencia. Y si alguien duda de la carga crítica que puede llegar a tener unos monigotes increpándose y sacudiéndose, que vea El fin del estalinismo en Bohemia (1990). Rodada apenas unos meses después de la caída del muro de Berlín, El fin del estalinismo… es un retrato mordaz sobre los crepúsculos de los regímenes y la perpetuación de los bustos –del poder- bajo formas de representación más acordes (¿más políticamente correctas?). Directa y poco sutil, pero a la vez muy cachonda: las autopsias de las pétreas esculturas de los dictadores sólo hacen que dar a luz otra vez a los mismos fantoches, con o sin cordón umbilical.
En Food (1992) Jan nos invita a asistir a un día cualquiera entre platos y fogones. Desayuno, comida y cena. El almuerzo consiste básicamente en deglutir lo que previamente ha ingerido el compañero, que se sienta frente a nosotros y hace las veces de autómata. Interaccionando con su cuerpo –la lengua hace de ranura, el ojo de pulsador- logramos obtener nuestra salchicha con mostaza, para pasar acto seguido a ser nosotros los que le substituyamos en su rol de “máquina dispensadora”. La comida también tiene su aquél: como no les atienden en el restaurante, dos individuos deciden empezar a comerse su propia indumentaria, los platos, las patas de la mesa… Y la cena, por último, es un ejercicio de antropofagia donde los comensales deciden jalarse trocitos de su anatomía. Eso sí, aderezado con gran variedad de salsas.
Y este fue, de hecho, su último corto hasta la fecha. Durante los últimos 20 años –y no sin grandes dificultades para obtener financiación-, Jan Svankmajer sólo ha rodado películas. De ellas, destacaríamos Los conspiradores del placer (1996) y El pequeño Otik (2000). Dos muestras imprescindibles de tragicomedia surrealista.
Los conspiradores del placer es de verla para creerla. Una serie de personajes preparan artilugios diversos para darse satisfacción a sí mismos. Elaborados dispositivos que convierten al onanismo en una de las bellas artes, jugando en todo momento con la capacidad del propio espectador para ir más allá y ver mucha más perversión de la realmente existente. Hora y media en la que uno no deja de preguntarse: “¿pero qué demonios están haciendo? ¿Será posible?”
Retorciendo hasta lo indecible la obsesión por la maternidad, en El pequeño Otik Jan logra que un par de padres estériles acaben psicosomatizando su frustración en las raíces de un árbol. Apoyándose en un cuento infantil (como siempre, con una lectura bastante perversa) asistiremos al crecimiento descontrolado de este leño insaciable, dispuesto a zamparse al cartero, la asistenta social, el campo de coles de la vecina… una cinta absurda y divertida, cruel y malintencionada.
El Jan Svankmajer de hoy, rodeado de sus láminas bizarras, potingues, tallas de madera y criaturas inquietantes, sigue luchando contra los elementos. Cinco años son los que lleva tratando de sacar adelante su nuevo proyecto (Insects) y casi diez son los que han transcurrido desde la muerte de su pareja (en lo personal y artístico), Eva Svankmajerova. Una disputa condenada al fracaso, porque el enemigo –como él mismo reconoce- “ya no es la división cultural de ningún partido único, sino el propio mercado”, reacio a todo lo que sea, simple y llanamente, distinto, fresco o incatalogable.
“El guión es importante para el productor, no para ti. Es un documento no vinculante al cuál debes recurrir sólo cuando te falla la inspiración”. Decálogo, Jan Svankmajer