¿Qué llevó a Fassbinder, prócer de lo heterodoxo, a querer filmar una película de época basándose en una novela escrita 80 años antes por un tal Fontane? ¿A convertir esta odisea decimonónica en su carta de presentación al mundo, en la validación de su oficio de director? Por más vueltas que le daba no lograba entenderlo… así que me tocó leer el libro después de ver la película (todo un indicativo de mi catadura intelectual, lo sé).
Y es que de la obra de Theodor Fontane no conocía nada en absoluto, más allá de los halagos que le dedicaba a la menor ocasión el Thomas Mann de La montaña mágica. ¡Si es que ni el nombre sonaba a alemán! Pero estaba claro que aquella figura femenina que daba nombre al libro -otro símbolo en sí mismo de todos los vicios de la Germania clasista, esos que Fassbinder no se cansaría de retratar (ni siquiera denunciar) a lo largo y ancho de su comprimida pero prolífica carrera- era mucho más que un pretexto para practicar la esgrima a costa del cine de tacitas.
Fontane es un curioso caso de gloria literaria tardía. Porque sí, escribir había escrito, pero no es hasta poco antes de su muerte (entre 1890 y 1898, con setenta años ya a sus espaldas) que se vuelca plenamente en su vocación original, abandona las colaboraciones periodísticas y deja, como poco, 2 o 3 libros que se incluyen en cualquier antología de las letras de su país.
Así fue como este hombre con sangre hugonota en sus venas -ahí se explica esa conexión gala tan evidente en su apellido- y que iba para farmacéutico terminó convertido en una especie de Benito Pérez Galdós de la Prusia triunfante: retrató su época y fue ferozmente crítico con ella. Quizás, bien pensado, tuviese más puntos en común con nuestro Pío Baroja…
Situémonos. Bajo la hégira del canciller de hierro, Otto von Bismark, Alemania por fin termina siendo Alemania. Bueno, algo más que Alemania: el Imperio alemán, avalado por la dinastía Hollenzollern, que era tanto como decir Prusia, la región más extensa e influyente. Reinos, principados y ducados quedan reunificados y una política exterior digamos que “agresiva” le aseguró una preeminencia que se prolongaría en la aventura colonialista.
Fontane había colaborado con medios adictos a este espíritu de gesta y construcción nacional, culminado allá por 1871. Pero no estaba ciego: le preocupa la preponderancia no tanto de Prusia como de una cuestionable moral prusiana. A saber: ese aire aristocrático, decadente y visionario (no olvidar que estos fueron también los tiempos de Richard Wagner, bajo la generosa tutela de Ludwig II de Baviera) que amenazaba con convertirse en religión de Estado.
Effi Briest, la heroína de la historia, es pues una víctima de estos tiempos. Niña bien dispuesta a culminar las ambiciones familiares (una buena boda con alguien que orbite alrededor del círculo de poder más próximo al emperador alemán), cuando la conocemos es poco más que una niña que ni tan siquiera ha alcanzado la mayoría de edad.
Permitidme que en paralelo os hable del espejo fassbinderiano y de sus arriesgadas elecciones. Empezando por la protagonista, la inevitables Hanna Schygulla, que contaba entonces con 30 años y arrastraba aquél sempiterno halo de no haber dormido desde hacía dos noches. Toda una declaración de principios para la más calmada -incluso calculada- de las películas de su realizador: blanco y negro, elipsis apuntaladas por recitados del texto original y un extraño distanciamiento respecto a aquello que está pasando.
En definitiva: Fassbinder entendió perfectamente la intención de Fontane y no osó traicionarlo con exceso formal alguno. Por lozana que luciese la Schygulla, esto era un drama soterrado: el de una élite hipotecada por una falsa idea de lo que era el honor. La presencia de Schygulla nos recordaba que el corderito no iba a acudir al matadero con la cabeza gacha.
Pero ya llegaremos a eso. Nos habíamos quedado con una Effi jugando en los jardines de su infancia con sus resabiadas convecinas. En esto que aparece de la nada un pretendiente y… ¡zas!, bodorrio que te crió. ¿Cómo decirle que no a tu madre -ella, que ha puesto tantas esperanzas en la continuidad y triunfo del linaje-, a ese desconocido convencido de que el amor es un añadido que tarda en llegar (si llega), a esa sociedad que ve con buenos ojos que las mujeres devengan moneda de cambio para apuntalar proyectos patriarcales?
La convivencia entre este cuarentón y la adolescente es descrita como lo que es: una relación malsana conformada a través de esperas en estancias desangeladas, viciadas por el recuerdo de antiguos fantasmas. Ese señor que dice quererla tiene un cargo muy importante en una región limítrofe y la única esperanza de la desubicada Effi Priest es que acabe haciendo valer su influencia de una puñetera vez y terminen habitando algún casoplón berlinés, esa clasosa capital que ha desplazado a París como eje político de Europa.
Pero hete aquí que por el camino se presenta… ¿la tentación? Ni eso: sería más adecuado hablar de un interludio, de una posibilidad de escape, de alguien que le hace sentirse deseada. ¡¿Pero qué sabrá nuestra pobre Effi?! El juego de la seducción diletante es nuevo para ella y para su verdugo -el mayor Crampas, un antiguo compañero de armas del marido- resulta una presa fácil.
Volvamos a la polémica elección de la Schygulla, tan acostumbrada a codearse con chicos malos, chulos y lumpen proletariado. ¿Es capaz de plasmar esta desafectación, este ‘sí pero no’? Pues lo hace a la perfección, luciendo una graciosa ambigüedad que hace tan verosímil a la mocosa risueña como a la adúltera por aburrimiento.
Pero el ridículo de la situación tardará años en manifestarse. Porque desde un principio, nada significan ni para ella ni para su amante estos encuentros. Quedan reducidos a un tiempo y a un lugar: a la casualidad recurrente de un marido pomposamente ausente, al anhelo de compañía por parte de un ser humano abandonado al que nadie pregunta por sus verdaderas necesidades.
Años después, como digo, culmina el drama. El marido encuentra las cartas que se intercambiaron cuando andaban en relaciones y se ve impelido -¿por quién?- a reclamar una satisfacción. El inevitable duelo, la única salida caballerosa posible… ¿de verdad?
La repudiada Effi Briest vuelve a casa consumida por la enfermedad, despojada de su hija (un poquito de violencia vicaria para terminar de dibujar el cuadro) y tras sufrir durante varios inviernos el ostracismo al que le condena su propio padre. Vanidad de vanidades: ¿tan grave fue su falta? ¿En qué consistió realmente su pecado? ¿No es bastante menor que el del marido cornudo, convertido en asesino por obra y gracia de su meteórica carrera política?
Y aquí es donde Fassbinder ya se sonreiría con sorna. Olvidaos de Madames Bovarys y de Annas Kareninas: el anticonvencionalismo social no se castigará con la muerte a base de chupito de arsénico o locomotora entrando en estación. Effi no se suicida, Effi se muere de pena. Y todo ello podría haberse evitado si su marido no se hubiese comportado como un perfecto imbécil, si sus padres no la hubiesen prostituido sin importarle lo más mínimo su opinión, si aquella Alemania “fuerte” hubiese sido capaz de… ¿escuchar, perdonar?
No hay propósito de enmienda, porque no hay ninguna culpa que purgar. Briest no entiende muy bien a quien puede haber ofendido, al igual que aquellas alemanas contemporáneas al estreno del film (1974) que tardarían todavía un par de años en ver reconocido el derecho al divorcio y al trabajo más allá del ámbito doméstico.
El viejo Fontane le regaló a Fassbinder una historia que no necesitaba ser recauchutada, adaptada, modernizada. La crueldad -la ley del más fuerte, de nuevo- se cebaba con los más desamparados, que en este caso ni tan siquiera eran de una clase social diferente a la de los que dictaban la moral de la época.