Las drogas son malas. Pero que muy malas. Aún así –y con el tiempo- alguna de las poco sutiles y menos documentadas campañas emprendidas (pretendidamente) en su contra han quedado como pequeños iconos del despiporre pedagógico. Preparaos para un descenso al abismo, a los límites imaginables de la sordidez humana… al menos para un espectador de los años 30.
Hoy os hablaremos de Narcotic (Dwain Esper, 1933) y Marihuana (Dwain Esper, 1936), dos aquilatadas muestras de tremendismo en formato celuloide. Olvidaos de Días sin huella (Billy Wilder, 1945), Días de vino y rosas (Blake Edwards, 1963) o El hombre del brazo de oro (Otto Preminger, 1967). Las adicciones no siempre han dado pie a hermosas películas sobre la debilidad humana. No, también han sido responsables de genuinos y divertidos engendros.
Dwain Esper y su ínclita guionista (y mujer) Hildagarde Stadie desarrollaron su poco memorable carrera entre 1930 y 1948. Dos décadas en las que se dedicaron a continuar la senda tenebrosa emprendida por Cecil B. DeMille en su etapa muda… pero sin dinero. A saber: aleccionar a las masas a base de moralina, excusa ideal para desplegar ante las cámaras un catálogo inimaginable de vicios. A su filmografía de obras “pías” me remito: Sinister Harvest (1930), Maniac (1934), How to Undress in Front of Your Husband (1937) o Sex Madness (1938). Escandalazo desde su mismísimo título, oigan. Y todo ello parido en las instalaciones de un pequeño estudio de cine gentileza de un moroso (1) y donde arrancó su inigualable periplo “artístico”.
Pero a su manera, Hildagarde y Dwain fueron verdaderos iconoclastas. Porque recuérdese que el código Hays se estableció a principios de la década de los 30 y que aquella forma de autocensura nada encubierta instaba a, entre otras cosas:
– No mostrar los detalles de los asesinatos brutales
– No mostrar el tráfico ni uso de drogas
– Si se abordasen temas groseros, repugnan¬tes y desagradables, atender a “las exigencias del buen gusto”
– No dejar suponer que formas groseras de relación sexual son “cosa frecuente o reconocida”.
Pues bien, nuestra pareja atentó reiteradamente contra tan sacrosantos mandamientos. Lo hizo con premeditación y alevosía, pero, sobre todo, con una ausencia total de buen gusto. Lo cuál les reservó –sin ni siquiera sospecharlo- su lugar en la historia del cine, ese en el que entraron ejerciendo de productores, distribuidores y exhibidores de sus propias mier… creaciones.
Empezamos hablando de Narcotic (1933), la impactante historia de un doctor que termina siendo un libertino, un drogadicto y, por si eso no fuese poco, un feriante. La culpa quizás la tuviese la pobreza (al bueno del galeno le daba por atender a clientes sin cobrarles… ¿estamos locos o qué?), pero es sin duda alguna un extranjero –chino, para más señas- el que le hace caer en el vicio y la perversión.
El chino –o eso se pretende, aunque es claramente un occidental penosamente maquillado- va de filósofo ambiguo, de Fu Manchú ladino: le viene a decir que el opio es una debilidad que se pueden permitir los de su raza, pero no los norteamericanos. Y claro, eso hace que le pique la curiosidad y sucumba: ¡a la porra su carrera, su matrimonio, su moral! Y es que tras la primera calada nuestro protagonista se trastoca en antihéroe predestinado.
Sus sueños de gloria –y su necesidad de cash– le llevarán a desarrollar un ungüento sanador que se encargará de publicitar con su trío de acólitos. Entre medias tendrá tiempo para acudir a fiestas de drogadictos (sic), donde las mujeres acaban enseñando las enaguas y, lo que es casi peor, haciendo chistes malos (terribles, de escucharlos para creerlos). Y es que su conciencia se ha visto alterado por un auténtico cóctel demoniaco: cocaína, heroína, marihuana… ¡a lo loco!
Los productores se encargarán de recordarnos que hablan de oídas, que ellos nunca han presenciado una yonqui’s party (claro, claro). Y le darán al infeliz la muerte que se merece, cometiendo el enésimo pecado mortal de la función: ¡suicidio! Qué sindiós, madre, qué sindiós…
La otra perla de esta sufrida doble sesión de excesos (ninguna de las películas supera la hora de duración, lo cuál no hace menos intolerable su visionado) es Marihuana (1936). ¡Qué puedo deciros! Si os tocó la fibra la caída en picado del doctor Chute, esperaros a ver la desdichada historia de Burma Roberts. De cándida chica de instituto a Tony Montana con ínfulas.
Ella era joven y alocada. Tenía una hermana que iba a hacer un buen matrimonio y una madre que la esperaba levantada hasta tarde. Lo tenía todo, vamos. Pero las malas compañías la llevaron a frecuentar antros donde se escuchaba jazz y se bebía cerveza. Y lo uno llevó a lo otro…
Nuevamente la desdichada trabará contacto con extranjeros (por supuesto). En este caso y por el acento, italianos decadentes. Un par de de camellos que harán lo imposible por enganchar a la chavalería a los canutos. Y claro, eso les inducirá a bañarse desnudas por la noche. Y una de ellas se ahoga. Y ella se queda embarazada. Y su novio muere a manos de la policía mientras trajina una piedra de proporciones mastodónticas. Y….
Sí, sí, muchas cosas. ¡Pero todo esto pasa en apenas media hora! Porque como en todo cuento moral, después toca centrarse en la espiral de decadencia de la rubia: se dedicará a la venta de heroína, se deshará de su hija dejando que los dealers que la iniciaron se la endosen a una pareja bien (que resultará ser la formada por su hermana y el rico heredero) y terminará enganchada a su propio producto, inyectándose en vena. El que quiera entender que entienda (¡¿hasta cuándo vais a seguir viendo Sálvame!?).
Dwain musica con grandes éxitos de la música clásica (inversión cero) y para las escenas más elaboradas –con persecuciones o más de cinco personas compartiendo plano- prefiere pillar prestados fragmentos de películas ajenas. También se permite virguerías de montaje a la altura de Eisenstein, cómo introducir imágenes de dos serpientes peleándose mientras se zumban de lo lindo integrantes del gang criminal. ¡Qué analogías! ¡Qué metonimias!
Todo valía, porque ellos, como los Blues Brothers, tenían una misión divina: librar a la humanidad de todo Mal. Y vaya si lo lograron. Porque las películas de Dwain y Hildagarde te las podrás quitar del cuerpo… pero no de la cabeza. Como las drogas, sí, como las drogas.
(1): Extraído del libreto ‘Exploitation Film: Dwain Esper y los pioneros de la casquería’, de Xabier Ciruca